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Actualidad y Artículos | Psicología general   Seguir 52

Noticia | 14/05/2004

El sentimiento de no merecer la dicha es uno de los errores psicológicos más extendidos.

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Ocurre a menudo que las situaciones de bonanza, prosperidad o bienestar provocan en algunas personas una extraña aprensión. No es posible que todo me vaya bien, se dicen. Parece como si no se atrevieran a disfrutar de los dones de la vida, no tanto por temor a gastarlos cuanto por la sospecha de que encierran alguna trampa, o presintiendo que en el momento más inesperado se esfumarán para dar paso a las cargas, las pejigueras y los quebrantos. En cierto modo, son individuos que se han impuesto a sí mismos la prohibición de ser felices.

No se trata de masoquismo. Al fin y al cabo, el masoquista goza de alguna forma de felicidad, aunque sea perversa. Como en los personajes creados por Leopold von Sacher-Masoch en 'La venus de las pieles', el sufrimiento y la humillación son para él una fuente de rara satisfacción. En cambio quienes ponen veto a la felicidad actúan inconscientemente en dirección opuesta: ensombreciendo las vivencias favorables por miedo a la plenitud.

El sentimiento de no 'merecer' la dicha es uno de los errores psicológicos más extendidos. En él incurren muchos sufridores persuadidos de que la vida es un valle de lágrimas y de que disfrutar de sus regalos constituye un acto de irresponsabilidad o de necedad. A menudo aqueja a personas que en la infancia han recibido una formación estricta y rígida, presidida por la idea del deber o por las constricciones doctrinales de una creencia religiosa o una ideología. Ellas le enseñaron a medir el valor de sus actos conforme a un sentido excluyente de la rectitud: sentirse bien es, en cierto modo, la negación del mérito. Solo vale aquello que viene acompañado de ciertas dosis de padecimiento.

Supersticiones

Hay en este puritanismo mortificante una especie de superstición de orden compensatorio: en la medida que algo nos exija sudor o comporte alguna mortificación, tenemos asegurada la recompensa. En cambio aquello que nos resulta bueno y agradable traerá consigo la correspondiente pena. Si hoy nos sonríe la buena suerte, mañana lo pagaremos con creces. Cuidado con reír, que luego vendrán el llanto y el crujir de dientes. El sufridor nunca confiesa que lo ha pasado bien haciendo un trabajo, o que se encuentra a gusto en un lugar, o que una cosa le causa placer. Hacerlo significaría para él reconocerse culpable y por tanto merecedor de castigo. En el mejor de los casos lograremos arrancarle un tibio «sí, pero...»: es un bonito domingo, pero le espera una semana de duras tareas. Se siente querido por los suyos, pero el amor no dura siempre. Ha alcanzado el éxito, pero a nadie desearía los padecimientos que eso le ha costado.

También la estética del doliente, del derrotado, ha concedido un singular prestigio intelectual y estético a la pesadumbre. Consideramos más inteligente a quien sabe percatarse del lado negativo de la realidad que a quien se extasía como un panoli ante sus bienes. ¿Con qué derecho vamos a dar la bienvenida a la felicidad que se nos ofrece en un día de fiesta o en un golpe de fortuna mientras en el mundo hay personas padeciendo toda clase de desgracias y de injusticias? ¿Qué clase de dicha es esa que sólo representa un islote en el vasto océano de la miseria humana?

Por regla general, las actitudes pesimistas son el reflejo de una baja valoración de uno mismo. Es la inseguridad infantil de quien se encuentra mejor abrigado por la lástima ajena que enfrentado a la aventura de la propia responsabilidad. El miedo a ser feliz es una de las manifestaciones del miedo a ser libre. De ahí han surgido los puritanismos y los fanatismos. Porque siempre es más sencillo mostrar unas dosis de dolor que nos eximan de culpa que sentirse jubilosos y que alguien venga a pedirnos cuentas por ello.

El perfeccionismo

Otra de las causas que originan la autoprohibición de ser felices es el perfeccionismo exagerado. «Muchas personas -escribió Pearl S. Buck- se pierden las pequeñas alegrías mientras aguardan la gran felicidad». El perfeccionista se rige por esquemas que no admiten la posibilidad de acierto completo. Puesto que todo es mejorable, fijémonos en los defectos. Torturémonos pensando que podría haber salido mejor. Permanezcamos en un perpetuo estado de insatisfacción, sin bajar la guardia, sin conceder la menor tregua a la complacencia ni al gozo.

Como anotaba Jean Cocteau en sus 'Diarios', «la felicidad exige talento; la desdicha no, porque se deja llevar». La capacidad humana para buscar argucias contra lo positivo es inagotable. Los enemigos de la dicha lo tienen muy fácil para sobrevalorar temores, ansiedades, penas y sombras. Pero también es posible reeducar el espíritu para la construcción de la felicidad y gestionar asertivamente los pequeños o grandes regalos de la existencia.

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